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Acerca de Itinerarios de Marcela Luna

  • hfiacovino6
  • 18 may 2021
  • 2 Min. de lectura

Por Mariana Rodriguez Iglesias


Una mirada fractal que se abre sobre sí misma, que se fractura. La posibilidad de encontrar nuevas lecturas en lo que ya conocemos -tanto porque la visión es otra como porque el “texto” ha cambiado- es la propuesta más evidente de la última exposición de obras de Marcela Luna.


Estamos frente a un fragmento de su serie Itinerarios (2013), metáfora de muchos viajes en un solo viaje. Una instalación resuelta en diversos dispositivos que son, a su vez, los puntos secuenciales de un mismo recorrido. Como espectadores inquietos, somos invitados a comenzar el viaje en el encuentro con un montículo de arena que alberga el detrito de obras anteriores: recortes, sobrantes, fragmentos que curiosamente funcionan como el cimiento y origen de las obras bidimensionales que completan la instalación. Estos restos-brotes representan el exceso de sentido, aquello que tanto sobra como falta cuando intentamos poner en palabras lo que sentimos. Son esos pasos que se volverán a dar en tanto germen de nuevos viajes y así volvemos a encontrar esa materia prima en las composiciones en miniaturas que la artista desarrolló dentro de marcos de diapositivas. Este dispositivo evoca la manera en que se recordaban antes los viajes, generando objetos que podían ser atesorados y que muchas veces suponían el despliegue de todo un ritual familiar para su contemplación. Otra vez una imagen germinal: la fotografía analógica que precisa de luz para existir. En tanto diapositivas, estas imágenes parecen perfectas, equilibradas, sumamente cuidadas. La prolijidad queda salvaguardada en la miniatura. De este viaje, son el recuerdo que se desea sostener y cuidar, a toda costa. Son idealizaciones que se desean y atesoran pero no son reales. Porque cuando la artista hizo el ejercicio hipotético de echar luz sobre ellas, tanto como sinónimo de verdad que como gesto necesario para agrandar una imagen en celuloide, esas mismas composiciones ampliadas mostraron sus imperfecciones. Recortes hechos a mano que dejan un serrucho de papel a la vista; pegatinas que agrandadas hacen honesta ostentación de su desprolijidad; composiciones desajustadas a causa del cambio de escala; en suma, cierta fragilidad quedó al descubierto.


El simulacro de perfección fue desmantelado. Pero cuidado, que no es una demostración del error flagrante, son leves desajustes y sutiles desequilibrios. Todos ellos son testigos de una nueva mirada sobre un viejo recuerdo idealizado. Si esta instalación nos habla de un derrotero, a todas luces se trata del viaje de valentía realizado por la artista a caballo de su vulnerabilidad expuesta. Y tal vez esta sensibilidad extrema, en apariencia débil, sea una de las pocas características humanas que cuando se muestran cambian de forma. Porque el que se anima a verse vulnerable empieza cada a vez a ser más fuerte. La obra de arte que logra hacer funcionar sin ruido una idea en relación a una forma es aquella que susurra más allá del lenguaje. No se trata de perfección, donde nada sobra o falta. En todo caso, son esas obras que cuando las miramos más de cerca logramos identificarnos, encontrarnos, en los sobrantes y faltantes que no son matéricos sino de sentido, de lenguaje. Donde la palabra no alcanza, el arte hace milagros.

 
 
 

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